Es evidente que nos gusta delimitar espacios a nuestro alrededor, para separarnos del resto de personas. Por ejemplo, al trozo de tierra existente entre cuatro paredes, que hemos adquirido o alquilado, lo llamamos hogar
y allí nos encerramos, creyéndonos a salvo. Además, como esas paredes
son un poco asfixiantes, abrimos ciertos huecos que denominamos ventanas,
y así parece que tenemos algo de libertad porque podemos ver el mundo
exterior a través de ellas, pero en realidad, constituyen una separación
igual que el resto. Sin embargo, son muros que necesitamos, pues a
nadie le gusta permanecer a la intemperie cuando hace frío, o dormir al
raso por la noche.
Lo peor de todo son los muros que creamos en nuestro corazón o en nuestros pensamientos:
el miedo, el egoísmo, la envidia… Son invisibles pero nos aíslan de tal
manera que se asemejan a gruesos muros de piedra, imposibles de
horadar. A un lado de la muralla estamos “yo y lo mío”, y al otro lado,
el resto del mundo. Preferimos vivir sumergidos en una especie de vacío,
y separar a quien es diferente, a quien no piensa como nosotros, a
quien ha escogido otras opciones en su vida, a quien no sigue las normas
establecidas… Siempre hay alguna excusa para separar. Y al final,
excluímos a tanta gente, que apenas queda ya nadie dentro del círculo.
¿Merece realmente la pena?
¿Por qué tenemos tanta manía de separar un todo que debería
permanecer unido? No nos queda más remedio que aceptar que algunos muros
son necesarios, pero los que no hagan falta, intentemos derribarlos.
¿Acaso se acabará el mundo si tumbamos unas cuantas paredes?
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